CRÓNICAS DE YAUHQUEMEHCAN Escribir cartas, una costumbre que ya se extinguió
- La Voz de Mi Región..
- 11 jul
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David Chamorro Zarco
Cronista Municipal
Hoy resulta anecdótico relatarles a las nuevas generaciones de niños y jóvenes que hubo una época en que la comunicación de mensajes y noticias personales no tenía la inmediatez que posee hoy a través de las tecnologías modernas. En este momento, cualquier persona puede tomar su teléfono celular y enviar un texto, un mensaje, un video o entablar comunicación directa con alguien que se encuentre en China o en las islas Filipinas, teniendo una respuesta en el mismo momento. Pero no siempre fue así.
Durante siglos los seres humanos dependieron de la escritura como forma de transmitir y recibir ideas y noticias de todo tipo. Prácticamente desde que se inventó la escritura, los mensajeros iban y venían por doquier entregando piezas de correspondencia, desde órdenes militares y asuntos de gobierno, hasta misivas personales. Muchas noveles, por ejemplo, están basadas en el robo o extravío de cartas que terminaban relevando misterios de gran relevancia o escándalos de profundas dimensiones.
En diversas partes del mundo, incluyendo a Mesoamérica, fueron especialmente famosos los correos a través de relevos, es decir, una serie de atletas apostados a determinada distancia, encargados de transportar los mensajes a toda velocidad y entregarlos en la siguiente estación, a efecto de que la misiva o el paquete siguiera su camino. Dicen que así era como el Huey tlatoani de México – Tenochtitlan disfrutaba de productos del mar totalmente frescos, y también es muy famoso el mensajero que en la Grecia antigua corrió más de cuarenta y dos kilómetros, sin encontrar quien le sustituyera, llevando el mensaje de que las huestes habían vencido en la batalla de la Maratón, cayendo muerto en el momento postrero de entregar el mensaje y en cuyo honor se celebra la madre de todas las pruebas atléticas.
Asimismo, son también muy famosos los pliegos que, debidamente doblados, eran sellados con cera y en cuya superficie, cuidando abarcar los dos bordes, el Rey o el Papa colocaban el símbolo grabado por el anillo que hacía de garantía de inviolabilidad de la correspondencia. Había cartas que se enviaban escritas con tintas secretas que aparentemente no contenían nada, pero que, vistas a contraluz de una vela, develaban su secreto.
Naturalmente no todas las personas escribían cartas, pues durante muchos años la enorme mayoría de la comunidad era analfabeta; empero en ciudades como México, particularmente instalados en los portales de la plaza de Santo Domingo, existían algunos personajes muy singulares llamados «evangelistas», que prestaban sus servicios profesionales a la gente, redactando cortas o bien leyendo lo que las personas llevaban.
Recibir una carta en casa, regularmente era signo de alegría, pues se conocía de noticias de algún familiar que vivía en otra región del país o del mundo. A veces también había necesidad de transmitir acontecimientos tristes, como la presencia de una enfermedad, la estancia de alguien dentro de la prisión o la muerte de un familiar. Los carteros eran los personajes encargados de hacer llegar a su destino final cada una de las piezas de correspondencia que se colocaban en las oficinas postales.
Para enviar una carta, luego de terminar su redacción, se le metía en un sobre. En la parte superior izquierda se notaban los datos del remitente, es decir, el nombre y la dirección de la persona que escribía la misiva; en tanto, en la parte inferior derecha, se escribían los datos del destinatario, o sea, de la persona para quien estaba dirigida la carta, anotando con mucha claridad la dirección exacta y el código postal, aunque hay que destacar que sobre todo en el caso de las misivas que se dirigían a los pueblos, muchas veces, al carecerse de nomenclatura específica, simplemente se anotaba domicilio conocido, en el entendido de que cualquier persona podía identificar al destinatario; otra estrategia que se usaba cuando se desconocía la dirección específica y sólo se sabía la comunidad en que habitaba el destinatario, era anotar debajo de su nombre que era a lista de correos, por lo que en la oficina postal local, se publicaba a la vista de todos una relación con los nombres de las personas a quienes había llegado una carta.
El servicio de envío de una carta se pagaba a través de la compra y fijación de timbres postales, que tenían diversas figuras y precios, dependiendo de la distancia que debía viajar la pieza o la prontitud con que se deseaba que fuera entregada, en correo normal o de manera inmediata. Ya dentro de la oficina postal, el personal especializado clasificaba las piezas, de acuerdo a su destino y se preparaban las distintas valijas para ser embarcadas en diversos medios de transporte hasta alcanzar el objetivo final de su entrega.
Los carteros recorrían las ciudades y los pueblos en vehículos, pero la mayoría de las ocasiones en bicicleta o a pie, localizando los domicilios y entregando a las personas las cartas que les eran destinadas. A veces, para llamar la atención de los habitantes de la casa, tocaban un silbato y en otros momentos simplemente colocaban las cartas en los buzones o por debajo de las puertas.
Creo que en todas las familias se conservan, como finos y añorados recuerdos, cartas que escribieron y se recibieron en el pasado, de diversa índole. Acaso las más apreciadas y de las que se guarda especial memoria sean las cartas de amor en donde dos personas se profesaban la pureza de su sentimiento, pero también se conservan cartas que ahora son recuerdos de quienes ya no están entre nosotros, como padres y abuelos, que en otra época por diferentes razones usaron las cartas para comunicar mensajes, sentimientos y noticias.
Por supuesto son especialmente famosos los intercambios de misivas o cartas entre pensadores, escritores o intelectuales. De momento acuden a mi mente los nombres de Ignacio Manuel Altamirano y Alfonso Reyes que, con el debido esfuerzo institucional y el trabajo de diversos literatos, se ha logrado que sus cartas sean publicadas en forma de libros y esto nos permita saber a quién le escribían y a qué tema se referían en los siglos anteriores.
Expreso mi atenta sugerencia para que en todos los hogares de nuestras comunidades de Yauhquemehcan en que haya cartas entre los documentos que se conservan, se procure tenerlas, de modo preferente, en condiciones que no resientan el calor excesivo, la luz o la humedad, pues a final de cuentas, como el papel es una materia orgánica, termina desintegrándose. Sería muy bueno que ahora que los hijos y los nietos, tan diestros en el uso de la tecnología, se dieran a la tarea de escanear y guardar en medios digitales cartas, fotografías y otros documentos que constituyen el testimonio documental de la historia de cada familia, pues son de un valor inmenso y en cierto modo ya no sólo pertenecen a la singularidad o intimidad de la familia, sino que constituyen elementos históricos para poder comprender la evolución de toda la comunidad.
Hoy, lamentablemente, ya nadie escribe cartas y en general, con mucho pesar hay que decirlo, la gente ya casi no se dedica a escribir. Es cierto que ponemos por escritos decenas o centenas de mensajes de texto todos los días a través de nuestros teléfonos celulares, pero son cuestiones efímeras. Basta borrarlos, perder la cuenta o extraviar el aparato, para terminar para siempre con esos testimonios. En cambio, quienes llevan diarios de apuntes o el que intercambia cartas con algún amigo o ser querido, asegura mejor la preservación de sus ideas y el testimonio documental de que existió, de que pensaba de tal manera, de que pudo ver la vida de un modo muy particular.
En un mundo en donde casi nadie deja testimonio escrito y documental de su paso por la vida, ¿quién contará nuestra historia?, ¿cómo podremos asegurarnos un lugar en los recuerdos de las generaciones futuras?, ¿cómo podremos garantizar que nuestro nombre perviva cuando ya no estemos físicamente en este mundo? Por eso es tan importante escribir, como un testimonio de que estamos vivos, como un ancla que nos une con la realidad, como una probanza de que pensamos de determinada manera. Ojalá retomemos la escritura como manifestación de pensamiento y sentimiento y de esta forma, nos aseguremos de garantizar para nosotros mismos, un recuerdo de las generaciones futuras en el momento en que hayamos muerto.
¡Caminemos Juntos!
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