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CRÓNICAS DE YAUHQUEMEHCAN Los grupos multigrado de las escuelas primarias

  • Foto del escritor: La Voz de Mi Región..
    La Voz de Mi Región..
  • 9 may
  • 6 Min. de lectura

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David Chamorro Zarco

Cronista Municipal


La verdad es que los procesos educativos masificados han sido lentos para la historia de nuestro país. Como se sabe, en la época anterior a los españoles, las instituciones estaban dedicadas a la formación de guerreros, labores dedicadas al hogar y a la familia y al alto ejercicio del sacerdocio, la ciencia y el gobierno. Con el virreinato, pocos pudieron acceder a la educación formal, dejando a la mayoría en instituciones que formaban en artes y oficios, a pesar de que la Real y Pontificia Universidad de México se fundó al inicio de la segunda mitad del siglo XVI. Con el logro de la Independencia y el posterior movimiento de Reforma, se pudo avanzar muy poco en llevar las letras, los números y las ciencias a la gran mayoría de la población y no fue sino hasta varios años después del fin de los principales acontecimientos armados de la Revolución Mexicana cuando se comenzaron a hacer esfuerzos muy serios y sistematizados para llevar escuelas y maestros a los pueblos de todas las latitudes de la nación.

El gran esfuerzo que realizó en su oportunidad el Maestro José Vasconcelos Calderón al frente del entonces Ministerio de Educación Pública, significó uno de los más grandes logros para el movimiento revolucionario, al lado del reparto agrario. La falta del número suficiente de docentes fue suplida con creces, pues prácticamente bastaba que alguna persona supiera leer y escribir o, en el mejor de los casos, hubiera culminado con la educación primaria para que, con unos cuantos cursos de inducción, se le habilitara para poder enseñar en otra región del país.

Seguramente muchos abuelos tienen vivió el recuerdo de que las figuras centrales en cualquier comunidad eran el cura, el maestro y, en caso de que hubiera, el médico. Las y los profesores gozaron durante mucho tiempo de especial aprecio entre las comunidades, no porque ya no lo tengan, sino porque era producto de mucho mayor cercanía con las familias.

Hasta bien entrada la década de 1970, varias escuelas primarias de las localidades de Yauhquemehcan no ofrecían los seis grados académicos, sino que en muchas ocasiones sólo llegaban hasta cuarto año. Esto significaba que la institución casi siempre tenía uno o dos maestros que se dividían el trabajo, organizando grupos multigrado, esto es, en un salón se atendía a los niños de primero y segundo, y en otro se atendía a los de tercero y cuarto.

Este mismo modelo multigrado incluso siguió durante la década de 1980, ya con muchas escuelas ofreciendo los grados completos. Naturalmente se ponía especial atención en los pequeños de primero y en los niños de segundo, pues se tenía la idea de que debían desarrollar bien las bases de la educación, por lo que se les organizaban grupos únicos. En cuanto a tercero y cuarto, un profesor se hacía cargo de su formación, lo mismo que otro mentor para atender a quienes pasaban a quinto y sexto grado de educación primaria.

Em esa época prácticamente no existían en nuestra municipalidad las instituciones de educación preescolar y se llegaba de manera directa a la primaria. No se tenía uniforme que distinguiera a las y los pequeños, por lo que se acudía con ropa común o de calle. Naturalmente las condiciones económicas de la mayoría de los pobladores se hacían presentes para sus hijos y la educación que recibían. Los pocos que tenían una solvencia económica superior, enviaban a sus pequeños a las escuelas de la ciudad de Apizaco.

Muchas niñas y niños, cuando terminaban su cuarto grado de educación primaria, si su escuela no contaba con los grados posteriores, se veían en la necesidad de inscribirse en otra escuela de la región, regularmente en la primaria Ignacio Zaragoza de la cabecera municipal, y el proceso de integración no era nada sencillo.

Las clases iniciaban a las nueve de la mañana. Unos diez minutos antes de esa hora, se tocaba una campana para indicar la primera llamada, misma que se repetía unos cinco minutos después y luego a la hora justa de la entrada. No era extraño mirar en las inmediaciones de la escuela a niñas y niños correr a toda velocidad en cuanto escuchaban el sonido de la campana que anunciaba el inicio de las clases y que también amenazaba con no recibirlos si no acudían con prontitud. A las diez y media de la mañana había un descanso que igualmente se anunciaba con el toque de la campana, al que de manera genérica se conocía como el recreo, que se aprovechaba para almorzar lo que las mamás hubieran empacado para tal fin, y por supuesto el tiempo también se utilizaba para jugar.

Era común que entre los diversos castigos y reprensiones que imponían las y los maestros, uno de los más comunes era dejar a los niños sin recreo, o sea, no permitir que salieran al patio a la hora del descanso. La mayoría de veces el castigo era impuesto por la comisión de alguna travesura grave o la falta de atención en la elaboración de las tareas escolares.

Como las escuelas no contaban con muchos recursos, los propios alumnos se hacían cargo del aseo de su salón de clases. Se formaban equipos y habitualmente una vez a la semana tocaba dedicar unos diez o quince minutos a las labores de barrer y trapear el salón, lo cual era tomado con toda naturalidad.

Desde luego, nadie que haya ido a las escuelas primarias de esa época, puede olvidar los castigos que, si bien no eran tan estrictos como los que contaban quienes acudieron a la formación primaria en décadas anteriores, de cualquier manera si causaban miedo entre los pequeños e iban desde los jalones de orejas o patillas, el recibir una llamada contundente de atención con el vuelo del borrador o del gis, hasta unos cuantos varazos o reglazos en las asentaderas por no poner atención o por ser más travieso de lo que estaba permitido.

El ciclo escolar se iniciaba en los primeros días de septiembre de cada año, y uno de los acontecimientos más felices para los niños era la recepción del paquete de libros de texto que se utilizarían durante el año. Para quien esto escribe, está presente hasta el día de hoy el recuerdo del olor de la tinta fresca en las hojas de los libros que se abrían por primera vez.

Otro recuerdo muy presente era el del tamaño y peso de los mesabancos o las bancas, pues se tenían que mover con cierta dificultad. En la parte frontal de cada fila había una mesa que sólo tenía en su interior un par de espacios para guardar los útiles. A partir de allí los muebles tenían una banca en la parte frontal y en la posterior el pupitre para que trabajaran quienes se sentaban atrás con su espacio para la colocación de su material. Por último, quien se sentada en el último lugar, solo tenía una banca con respaldo. Llamaba la atención que sobre los pupitres estaba labrada una canaleta para la colocación de lápices y bolígrafos. Todos los pizarrones eran de manera, pintados de verde e invariablemente se utilizaban gises hechos con cal para poder escribir.

A pesar de lo limitado de los recursos y de las naturales dificultades que implicaba para el maestro y para los alumnos trabajar con dos y a veces hasta con tres grados al mismo tiempo, la educación se impartía con el deseo sincero de que niñas y niños siguieran en su formación.

Casi medio siglo después, las condiciones de infraestructura y de personal docente presentes en las escuelas de los pueblos de Yauhquemehcan son muy diferentes. Los niños tienen acceso a otro tipo de apoyos y poseen el respaldo de técnicos especializados en pedagogía, en formación física y a veces hasta en arte. No obstante, muchas personas educadas en las décadas que he referido, al pasar frente a los edificios que albergaron sus años de infancia, siguen trayendo a la memoria decenas de recursos, la mayoría de ellos felices, en donde, con la inocencia y la energía propias de la niñez, se acudía a las instituciones educativas bajo el mandato estricto de los padres y la supervisión siempre celosa de las y los maestros. Algunos acudían con mochilas bonitas y bien cuidadas y también había lo que simplemente guardaban sus libros y sus cuadernos en una bolsa de mandado y así se presentaban a clases todos los días, con la ilusión de llegar a ser algún día mejores personas


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